lunes, 29 de mayo de 2017

Cuento del Realismo del siglo XXI

En la asignatura de Lengua de 4º de ESO los alumnos han trabajado el Realismo, movimiento literario del siglo XIX. Para culminar su investigación realizaron un cuento que tuviera sus características. He aquí uno de ellos. Es crudo, pero es Realismo del siglo XXI.
Sus autoras son Lucía Alonso Ramírez, Elena Cobacho Vázquez, Julia Junquera Malaga, Marta Seijo López.

CUENTO DEL  REALISMO DEL SIGLO XXI
MAYA

            Maya prefería así el baño, con solo una luz tenue parpadeante que procedía de aquella lámpara del techo que contaba nada más que con una sola bombilla y que le hacía imposible verse en el empañado cristal del espejo.
            Semidesnuda, del sujetador roído de su madre, sacó una de sus mamas. No eran más que dos calcetines unidos en una bola, que aunque no abultaban de la forma que ella quería, rellenaban el vacío que formaba el sostén contra su pecho.
            Desenrolló toscamente la maraña de calcetines y se deshizo de uno de ellos quedándose con la mitad del par que luego utilizó para aclarar su imagen reflejada en el espejo, y así poder observarse mejor. Apenas pudo ver otra cosa que las destacadas manchas verdi-moradas que descansaban bajo sus ojos melancólicos. En un pasado, estas solo salían en las noches largas que pasaba sin dormir, pero ahora se habían convertido en una marca permanente de su rostro.
            Aunque sus problemas surgieron mucho antes de aquella fatídica semana, los pasados días se habían acentuado de una manera que nunca antes había experimentado.
            Mirándose sus pupilas dilatadas se sumió en el recuerdo de aquella mañana, aunque eso significara sentir como le apuñalaban el alma constantemente.
            La fecha en la que se sentía más mujer, en la que ella podía sutilmente aumentarse los senos, llegó puntual como el molesto cuco saliendo el reloj a las doce en punto. Cuando salió el sol, corrió hacia el baño antes de que su padre se diera cuenta de que se había despertado. Intentando hacer el menor ruido posible, abrió aquel paquete de compresas que su madre guardaba en el cajón del mueble debajo del lavabo. No pudo evitar el chirriar del plástico pegado a la parte de atrás del apósito.
            Apurándose para pasar desapercibida, se pegó su miembro tras sus testículos y prosiguió colocándose el producto femenino a las bragas. Antes de subírselas, cogió un bote rojo que guardaba dentro de la cisterna del váter y esparció el contenido en sus manos. Más tarde, acariciando su parte más íntima acabaría tiñendo su piel de rojo, y por consiguiente, la superficie en la que descansaba.
            Ya terminada la faena, se rascó lo sobrante de aquel líquido para no manchar sus bragas favoritas que no eran más que una tela gruesa y negra que se ajustaban a su figura masculina y hacía que sus caderas se ensancharan. Con ellas puestas se sentía sexy.

            Salió de su casa sin poder despedirse de sus padres. Su madre madrugaba todos los días para llegar a tiempo a su trabajo, aunque no estaba muy lejos en coche, a pie se tardaba el doble. Cuidaba de dos niños muy revoltosos que le hacían la mañana imposible: le jalaban del pelo, la ignoraban por completo e incluso alguna vez que otra la amenazaban con acusarla de malos tratos para así hacer que la despidieran y que “por fin se muriera de hambre”.
            De su padre no se había despedido, no por el hecho de que no le hablara, sino porque se había quedado sobado en el mohoso sillón del salón, babeando como un perro sarnoso mientras abrazaba efusivamente a una botella de alcohol vacía. Aquel abrazo era más afecto del que le había mostrado a su madre en años.
            No quiso darse la vuelta para mirar su destrozada casa, puesto que nunca le gustó y las manchas de humedad en las paredes la repugnaban de tal manera que le entraban ganas de vomitar. La pintura de éstas tenía un color lúgubre que de alguna manera, representaba la oscuridad que albergaba el interior del hogar, si se le podía llamar así.
            Una vez metida en clase, a la que llamaban irónicamente “celda”, tuvo que soportar tres horas escuchando un nombre desconocido que no atribuía como suyo, pero que los demás se empeñaban en decirle. Ya no les corregía como antaño porque las conversaciones eran un constante bucle, un callejón sin salida.
-¡Domingo González! - decía el profesor al pasar lista.
-Mmmmm... -decía indignada – Me llamo Maya...
-Pero aquí pone Domingo- sentenciaba.
-Eso está mal. Debió ser un fallo. Yo me llamo Maya.
-Tonterías. Tu nombre es el que aparece en la lista, el que sale en tu DNI. La próxima vez que intentes engañarme, tendrás una excursión al despacho al director.
            Domingo era su supuesto nombre y le atormentaba todos los días desde que nació. Para colmo, la razón por la que sus padres habían decidido regalarle esa pequeña maldición, añadía todavía más tormento a su corazón. Como era el día del Señor, el día en el que uno confesaba sus pecados y se volvía santo en una comulga colectiva, creyeron que Maya saldría seguidora de Cristo como ellos, libre de pecados. No fue así.
            Maya había desarrollado una paciencia que poco a poco la iba envenenando. Las cabezas de las generaciones pasadas estaban a rebosar de prejuicios, y por consiguiente, sus descendientes aprendían a odiar a aquellos diferentes a ellos, los que, por decirlo de alguna manera, no se adaptaban al molde que sus pequeñas mentes cerradas habían creado. Por eso, a veces su boca quedaba cerrada por tanto tiempo que parecía que en su garganta se apoderaba una gran masa de polvo y que en su cráneo se encontraba una bomba que la haría implosionar en cualquier momento como no compartiera sus pensamientos con alguien que estuviera dispuesto a no juzgarla.
            Así pues, se pasaba las seis horas y media de clase sentada en compañía nada más de su vieja amiga, la soledad, y su vieja enemiga, la inseguridad.
            Justo a la mitad de su horario, tuvo un descanso mínimo. Como un rebaño de ovejas alteradas, los alumnos salían del edificio para destrozar sus pulmones con esos cigarros del diablo y para entrenar sus lenguas mientras se besaban como babosas hasta que tuvieran que volver a la celdilla.
            La repugnante imagen de las lenguas de los granosos adolescentes penetrando las gargantas pestilentes de aquellas muchachas que, justo antes, habían tomado un enorme bocadillo de embutido, perturbaba a la chiquilla que con paso seguro se dirigía a los servicios. Solía andar con paso seguro porque descubrió que si su caminar reflejaba inseguridad, todo acabaría por desmoronarse y acabaría llamando más la atención.
            Pronto se le presentó el gran dilema, ¿servicio de hombres o de mujeres? Una ley interna del instituto la obligaba a entrar en aquella pocilga donde los retretes estaban salpicados de pis y las paredes estaban cubiertas de heces. Su boca comenzaba a saber a bilis cuando pensaba en eso.
            Entró discretamente intentando camuflarse con las paredes hasta llegar a una de las cabinas. El interior estaba lleno de papel higiénico mojado y agua salía del retrete contiguo. Cerró con pestillo para que nadie la molestara y para que nadie la viera cambiarse de compresa.
            El método de echarse sangre falsa en su miembro para que manchara durante el día funcionaba y sobre las once en punto tenía que repetir el proceso o si no, acabaría manchando sus bragas preferidas, y no quería tener que lavarlas porque formaría mucho jaleo.          
            Bajándose los pantalones, se deleitó por aquel escenario rojizo entre sus piernas. Con la misma delicadeza con la que había despegado la pegatina del apósito aquella mañana para que no se escuchara el ruido chirriante que tanto destacaba en el silencio, tocó la compresa limpia.
            Al mismo tiempo en el que la despegó, se abrió la puerta y entraron un grupo de chiquillos con peste a hormonas preparados para dar guerra. Entre risas, se olvidaron de ver si alguien más estaba en el servicio, sin saber que Maya se encontraba escondida en una de las cabinas.
            Temblorosa, colocó todo en su sitio, pero sin querer se manchó las manos de aquel líquido, y no tenía otra opción que lavarse las manos enfrente de los niños. Al principio, intentó esperar a que se fueran, pero cuando tocó la campana para la vuelta a clase, seguían allí. No le quedó otra que salir de su escondite, a pesar de que seguían presentes.
            Esta vez no pudo pasar desapercibida y fue vista inmediatamente con las manos sucias. La primera reacción de aquellos sacos de hormonas fue de sorpresa, puesto que estaban liándose canutos en el lavabo cuando deberían estar sentados en sus pupitres. El más listo de todos, pronto salió del estado de shock, y fue el primero que la miró de arriba abajo, dándose cuenta de que sus manos tenían un color rojo extraño.
-¿Que ta metío los deos por el culo, cabrón? - dijo con asco reflejado en su voz.
            Maya no respondió, quizá por miedo, quizá por falta de ganas.
-A ver si te cortas las uñas, loco. -dijo otro de los pandilleros.
            Ella se acercó al lavabo que estaba lleno de hierba mientras soportaba las burlas de los niños. Justo cuando iba a abrir el grifo, uno de ellos se abalanzó sobre ella, haciendo posible verle mejor la cara tan horrible y sudorosa que tenía su agresor.
-¡Quita de encima! -gritó Maya.
-Illo, ¿qué tienes los huecos cogíos? -dijo aquel monstruo sacudiéndola entera. Le agarró con una de sus manos callosas una de las mamas haciendo que la maraña de calcetines se cayera al suelo con un delicado “puf”.
            Las risas salieron de las bocas de los chavales, haciendo que la cara de Maya adoptara el mismo tono de rojo que sus manos.
            Como si su cuerpo fuese una pelota de fútbol, le pegaron empujones y patadas hasta tirarla al suelo, justo en el centro del corro que se había formado.
            La chica aprovechó un despiste que tuvieron cuando comenzaron a reírse a carcajada limpia para huir de aquel servicio del infierno. Salió cojeando, amoratada y destrozada, corriendo todo lo rápido que podía para dejar atrás a los muchachos que estaban jugando con sus calcetines fingiendo que eran unos pechos pequeños.
            Sacudió aquel recuerdo de la cabeza y volvió a encontrarse enfrente del espejo, mirándose de nuevo las enormes ojeras verdi-moradas, que ahora estaban cubiertas de lágrimas.
            Sin más preámbulos, se desnudó completamente revelando las heridas hechas aquella mañana. No quería verlas nunca más, así que le dio la espalda a su reflejo.
            Se acercó a la bañera con pasos temblorosos y se metió dentro del agua hirviendo, tan hirviendo que al poco tiempo empezaron a dolerle las extremidades. Había escuchado que así se terminaba antes y ese era su objetivo.
            Disfrutó unos segundos de la paz que le produjo sumergir su nariz. Por un momento cuestionó su decisión, pero tachó la idea como absurda.
            Comenzó a escuchar pisotones, gritos y golpes por las escaleras y supuso que su madre había llegado a casa para hacerle la comida a su padre. Los golpes eran habituales, pero esta vez no los ignoró como siempre hacía, cuando se escondía en su habitación con complejo de oficina y se evadía de la realidad. Esta vez, los chillidos la arrastraron a la Tierra y se vio en su más pésimo estado allí, tumbada en la bañera.
            Alargó su brazo hasta alcanzar los adentros del cajón entreabierto del armarito y sacó de él el último objeto que tocaría. Antaño, se había utilizado para afeitar los cachetes de su padre y la ingle de su madre cuando todavía les importaba su aspecto. Pronto abandonaron sus hábitos de limpieza, y por tanto, aquel utensilio. No lo echarían de menos, al igual que a ella, o eso pensaba.

            Con un movimiento suave, la cuchilla oxidada se deslizó por su carne amoratada dejando un rastro de sangre a su paso, dejando todo el sufrimiento atrás. Ya no sentía dolor, ya no podía ni siquiera oír nada más que el sonido de la sangre saliendo de sus venas tiñendo de rojo el agua de la bañera. Siguió hasta perder la visión por completo, hasta perder todo el control de su cuerpo y de sus sentidos.

            Su alma se le escapó de entre los dedos, y desde arriba, se vio ella hundida en agua roja, mientras sus padres, al otro lado de la casa, se retorcían en una constante pelea agónica, ignorantes de la muerte de su hija, a la que ellos llamaban Domingo, a la que en otra vida la llamarían Maya.

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